Cruce de Caminos

Ambos viajaban en un moderno tren, su recorrido estaba plagado de olivos y campos. Aquel mediodía del mes de los difuntos los vagones estaban llenos de seres increíblemente diversos y variopintos. Foráneos de distintos lugares del mundo se mezclaban con viajeros nacionales, con distintos intereses: estudiar, trabajar, visitar a familiares o amigos, etc. La mayoría de los pasajeros eran jóvenes, pero entre todas aquellas voces sobresalían los gritos y llantos de los niños que mostraban la fuerza de la vida.

Juan y Ana destacaban de manera especial entre todos los pasajeros, ellos reflejaban como nadie el entendimiento entre generaciones como algo posible y enriquecedor.

La piel arrugada y el cúmulo de profundos surcos que invadía la frente de Juan escondía un sinfín de historias acaecidas en su dilatada vida. Su hablar era pausado y relajado, como si el tiempo ya no tuviera importancia para el. Sus gestos apoyaban y alentaban todas sus narraciones. Era un auténtico placer escuchar sus palabras, cada una contenía un pozo de sabiduría porque guardaba un aprendizaje de esos que no se enseñan en ningún lugar. Su mirada y sonrisa todavía permanecían intactas e inmaculadas llenas de fuerza, curiosidad, ilusión y serenidad.

Ana era una muchacha joven, de mirada abierta, clara, directa y profunda. Sus ojos eran oscuros, llenos de fuerza, parecían querer abrirse a la vida con cada nueva mirada. Su sonrisa era un manantial de dulzura y calidez.

Juan y Ana estuvieron unidos durante aquel trayecto por las diferentes historias y experiencias que ambos intercambiaron. Ana se enriqueció con una sabiduría que no encontraría en ningún otro lugar, la de la vida vivida. Juan se contagió de la energía de Ana cuando esta le relataba lo mucho que aún le quedaba por vivir. De esta manera en este cruce de caminos, ambos hicieron posible otro intercambio el de generaciones.

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