La plaza de la alegría

Lola y su amiga Alba llevaban varios días en la bella Lisboa. Habían transitado por sus anchas avenidas, escalado sus empinadas callejuelas y disfrutado de las preciosas vistas que ofrecían sus colinas.

Aquel sábado ambas estaban agotadas, pero decidieron a pesar de todo salir a conocer el ambiente nocturno de la capital portuguesa. Lola estaba a punto de cumplir los 20, tenía los ojos grandes, de un color chocolate amargo. Sus labios eran gruesos y sensuales, su melena era de color azabache y sus rizos se enredaban en tirabuzones que descendían a lo largo de su esbelto cuello. Aquella noche se vistió de manera sencilla, elegante, resaltando lo mejor de sí misma. Lucia unos jeans azules que se ajustaban a su cuerpo como un guante, resaltando sus muslos firmes y bien torneados y una camiseta con un insinuante escote que de vez en cuando ocultaba con un pañuelo de seda negro, ya que corría una ligera brisa.

Bajaron del metro y comenzaron a caminar por las empedradas y empinadas calles del Barrio Alto. La gente se agolpaba a ambos lados de la calle, charlando y bebiendo animadamente. A su paso escucharon voces y risas portuguesas, ecos y sonidos del fado del pueblo. Lola se sintió contagiada por ese oasis de vida y alegría que habitaba en esas calles.

Finalmente entraron a un bar para tomar unas copas. El bar estaba decorado con grandes lámparas que parecían estalactitas, pequeñas e íntimas mesas y paredes rojas y negras al estilo minimalista o japonés. Allí Lola y Alba conversaron durante horas perdiendo la noción del tiempo. Al salir del bar, el jolgorio y la algarabía aún continuaban en sus calles.

Durante unos instantes dudaron adonde dirigirse, ya que todavía no querían poner fin a la noche. Mientras tanto, dos chicos se acercaron, consultándoles donde podían encontrar un bar en el que escuchar música portuguesa, ya que no eran de allí. Cuando Lola levanto la cabeza para responder a su pregunta, su mirada no pudo dejar de centrarse desde ese instante en uno de ellos. Sintió como si al conocerle, la alegría de aquella noche fuera total y completa.

Su nombre era Gonzalo, tenía unos ojos chiquitos, almendrados y una mirada traviesa, llena de vida. Su cuerpo tenía una estructura de atleta, recia y fuerte. Sus manos eran cálidas, pero su tacto era áspero, ya que trabaja cuidando caballos. Tras unos momentos de titubeo, él le devolvió la mirada. A partir de ese instante no se separaron en toda la noche, finalmente se quedaron a solas y transitaron por infinidad de callejuelas mientras conversaban y se besaban. Así pasaron las horas y al amanecer se despidieron con un beso en la plaza de alegría.

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